La reforma educativa ecuatoriana me recuerda al método de crianza de Amy Chua con su primogénita, descrito en el “Himno de Guerra de la Madre Tigre”. En esta memoria aprendemos cómo logró que Sophia domine una pieza de piano obligándola a practicar de un jalón sin parar para comer, beber agua o siquiera ir al baño.
Las hijas de Amy debían repasar su ortografía y gramática en lugar de jugar con sus amigos. No podían obtener menos que una A en sus calificaciones. La lista de exigencias y prohibiciones era larga, y los resultados, ciertamente admirables. Hoy, Sophia estudia en Harvard, tras graduarse como la mejor estudiante de su colegio.
El problema es que la hija menor entró en rebeldía, “se veía siempre apática y cada otra palabra que salía de su boca era ‘no’ o ‘no me importa’”. La Madre Tigre cambió de estrategia y se flexibilizó en buena medida; aun así, Louisa llegó a ser concertino de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Norwalk.
En el subtexto de acuerdos y resoluciones del ministerio de Educación, el profesor aparece más como un fracaso potencial que debe ser reprogramado a sablazos que como el facilitador que promueve el pensamiento creativo y prepara para una vida de convivencia armoniosa. La premisa básica es que los profesores alcanzarán el éxito por medio de presiones y castigos.
Ni la proliferación de capacitaciones ni la introducción de los llamados asesores educativos cambia la tónica. Rigen el pánico frente a los dictámenes ministeriales y la desmotivación.
Estemos o no de acuerdo con los estándares de Amy Chua o del estado ecuatoriano, deberíamos preocuparnos. Si la satisfacción laboral es ingrediente esencial del éxito docente en el aula, es claro que así no llegaremos muy lejos.
Por supuesto, no estoy recomendando que ahora organicen sesiones de coaching. Mejor cambiemos de estrategia para evitar la pérdida de gente valiosa en el camino. Las batallas también se ganan conciliando.
24 de agosto del 2013
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